50
AÑOS
Mi prima Edna fue la primera joven de la familia que
se embarcó para el norte. Los demás eran
viejos. No sé el año exacto, pero todavía vivía en el viejo arrabal del
Guayabal de casas de madera que se aguantaban entre sí como ebrios de feria en
retirada. Los muchachos del barrio, jugando en las calles de barro, empujábamos con una fina varita de hibisco
pelada algún aro mohoso de bicicleta de circunferencia irregular. Entre la
escuela Sifre, el aro, un trompo de madera, algunas canicas y ver a mi madre
coser y pelear con el Viejo, la vida iba pasando con música de Felipe en la
vellonera de don Mónico.
Pero
Edna se las traía. Un día de época
navideña, mi padre llegó con un paquete estrujado y le dijo a mi madre que lo
había enviado Edna. Lo abrieron como si
pelaran una fruta mientras mis hermanos y yo, emocionados, mirábamos. Había
telas, herramientas, juguetes de no sé qué y un milagro: un radio transistor
que asombró a mi padre por su pequeño tamaño y que lo comparó con una caja de
zapatos. Lo dijo con admirada voz de sabio: “radio transistor”. Era de baquelita crema y tenía dos inmensos
ojos para alcanzar volumen y perseguir señales con un palito que se movía hasta
donde mejor sonaba. Lo de “transistor” no lo entendí ni me preocupaba, pero era
un radio, nada más ni nada menos que un radio.
Por algún tiempo mis hermanos y yo peleábamos por su dominio, pero en
esas discusiones nunca se asomó al piso ni se accidentó, por lo que todos, en
algún momento, lo teníamos como propiedad individual. Nunca se escuchaba bien, pero se escuchaba,
dependiendo de dónde colgáramos el cordón de la antena. Por las tardes, mi
madre lo sintonizaba en una estación de Ponce que tenía una Tremenda Corte
seguida de una novela de llantenes y dolores hablados y por las noches mi padre
escuchaba el Clarín de José Luis Capella mientras yo me rompía el caletre
pensando dónde estaba la gente que hablaba y de reojo miraba al cable para que
nadie se me escapara.
En
el camino hacia la escuela, alargando el oído para que entrara el sonido, había
escuchado radios que quedaban en las casas de la calle. Ese embeleco de una caja que hablaba sin
nadie adentro, era fascinante. Lo más
parecido que había escuchado era el fotuto que Asadura Medina usaba para
pregonar a los muertos del día y los altoparlantes de Marcial Walker gritando
“da gusto ser popular” y “qué hubo ahí familia”.
Después,
cuando Muñoz comenzó a eliminar arrabales y hacer caseríos, nos expropiaron la
casa de madera y tuvimos que salir del pueblo. Mi padre le compró a una anciana
una pequeña parcela en la barriada Culebrinas y a empujones, nos construyó
nuestra segunda casa. El radio nos acompañó. Me gustaba cualquier cosa que saliera
de la caja, pero lo más agradable era escucharlo los sábados, día que no había
clases y mi madre lo sintonizaba en un programa de danzas y música del campo
mientras lavaba el piso a baldazos y perfumaba la casa con “King Pine”.
Fue
en Comercial Felo, lugar en el que trabajaba mi padre, que me enteré que en el
Pepino se construiría una estación de radio. Así lo escuché del contratista
Efraín Acevedo, que con mucho orgullo dijo que le habían encomendado la
obra. Efraín era un joven trabajador y
en palabras de mi padre, “el tipo más decente del mundo”. Como en la ferretería
entregaban los materiales para la construcción, luchaba con el tiempo de la
escuela para acompañar al chofer en la entrega.
Era en el barrio Guatemala, y la primera vez que llegué busqué
infructuosamente una antena que no divisé por ningún lado. Miño, el chofer me
dijo, “la antena es lo último, como la velita del bizcocho”.
Cuando
llegué al barrio, a la casa nueva, mi vecino y padrino Malavé, me regaló a
Pepa, una cabrita negra que no se cansaba de quejarse. De él también heredé una boina y un Jeep
verde del año 55. Cuando comencé la escuela superior en el 64, decidí vender la
cabra y comprarme una bicicleta que utilizaba, no para ir a la escuela, sino
para visitar la obra de Efraín sin necesidad del pon de Miño. Allí llegaba,
merodeaba y me desesperaba con los hoyos sin rellenar y un paquetón de
materiales de construcción que esperaban a ser usados para darle forma a algo.
Luego
me tuve que ir a estudiar. Cuando visitaba el pueblo, siempre pasaba por
enfrente de la estación pero nunca entré. La terminaron rápido, pero a mi me
pareció mucho tiempo. Recuerdo que una
noche de un fin de semana del año 65, Rafi Lamboy y yo fuimos a ver la bombilla
roja intermitente de la antena y pensamos que era un sueño.
El
tiempo pasó y a su paso se llevó muchas cosas, pero la estación WFBA, ahora
WLRP, La Voz del Pepino, sigue en el mismo lugar, con la misma antena y con esa
innata vocación de permanencia que, aún con la luz roja intermitente apagada,
hace que todavía la busque en la distancia y recuerde a mi prima Edna y el
regalo a la familia que me pintó un tatuaje en el alma.
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