sábado, 1 de noviembre de 2014

50 AÑOS

            Mi prima Edna fue la primera joven de la familia que se embarcó para el norte.  Los demás eran viejos. No sé el año exacto, pero todavía vivía en el viejo arrabal del Guayabal de casas de madera que se aguantaban entre sí como ebrios de feria en retirada. Los muchachos del barrio, jugando en las calles de barro,  empujábamos con una fina varita de hibisco pelada algún aro mohoso de bicicleta de circunferencia irregular. Entre la escuela Sifre, el aro, un trompo de madera, algunas canicas y ver a mi madre coser y pelear con el Viejo, la vida iba pasando con música de Felipe en la vellonera de don Mónico.
 
            Pero Edna se las traía.  Un día de época navideña, mi padre llegó con un paquete estrujado y le dijo a mi madre que lo había enviado Edna.  Lo abrieron como si pelaran una fruta mientras mis hermanos y yo, emocionados, mirábamos. Había telas, herramientas, juguetes de no sé qué y un milagro: un radio transistor que asombró a mi padre por su pequeño tamaño y que lo comparó con una caja de zapatos. Lo dijo con admirada voz de sabio: “radio transistor”.  Era de baquelita crema y tenía dos inmensos ojos para alcanzar volumen y perseguir señales con un palito que se movía hasta donde mejor sonaba. Lo de “transistor” no lo entendí ni me preocupaba, pero era un radio, nada más ni nada menos que un radio.  Por algún tiempo mis hermanos y yo peleábamos por su dominio, pero en esas discusiones nunca se asomó al piso ni se accidentó, por lo que todos, en algún momento, lo teníamos como propiedad individual.  Nunca se escuchaba bien, pero se escuchaba, dependiendo de dónde colgáramos el cordón de la antena. Por las tardes, mi madre lo sintonizaba en una estación de Ponce que tenía una Tremenda Corte seguida de una novela de llantenes y dolores hablados y por las noches mi padre escuchaba el Clarín de José Luis Capella mientras yo me rompía el caletre pensando dónde estaba la gente que hablaba y de reojo miraba al cable para que nadie se me escapara.
 
            En el camino hacia la escuela, alargando el oído para que entrara el sonido, había escuchado radios que quedaban en las casas de la calle.  Ese embeleco de una caja que hablaba sin nadie adentro, era fascinante.  Lo más parecido que había escuchado era el fotuto que Asadura Medina usaba para pregonar a los muertos del día y los altoparlantes de Marcial Walker gritando “da gusto ser popular” y “qué hubo ahí familia”. 

            Después, cuando Muñoz comenzó a eliminar arrabales y hacer caseríos, nos expropiaron la casa de madera y tuvimos que salir del pueblo. Mi padre le compró a una anciana una pequeña parcela en la barriada Culebrinas y a empujones, nos construyó nuestra segunda casa. El radio nos acompañó. Me gustaba cualquier cosa que saliera de la caja, pero lo más agradable era escucharlo los sábados, día que no había clases y mi madre lo sintonizaba en un programa de danzas y música del campo mientras lavaba el piso a baldazos y perfumaba la casa con “King Pine”.

            Fue en Comercial Felo, lugar en el que trabajaba mi padre, que me enteré que en el Pepino se construiría una estación de radio. Así lo escuché del contratista Efraín Acevedo, que con mucho orgullo dijo que le habían encomendado la obra.  Efraín era un joven trabajador y en palabras de mi padre, “el tipo más decente del mundo”. Como en la ferretería entregaban los materiales para la construcción, luchaba con el tiempo de la escuela para acompañar al chofer en la entrega.  Era en el barrio Guatemala, y la primera vez que llegué busqué infructuosamente una antena que no divisé por ningún lado. Miño, el chofer me dijo, “la antena es lo último, como la velita del bizcocho”.

            Cuando llegué al barrio, a la casa nueva, mi vecino y padrino Malavé, me regaló a Pepa, una cabrita negra que no se cansaba de quejarse.  De él también heredé una boina y un Jeep verde del año 55. Cuando comencé la escuela superior en el 64, decidí vender la cabra y comprarme una bicicleta que utilizaba, no para ir a la escuela, sino para visitar la obra de Efraín sin necesidad del pon de Miño. Allí llegaba, merodeaba y me desesperaba con los hoyos sin rellenar y un paquetón de materiales de construcción que esperaban a ser usados para darle forma a algo.

            Luego me tuve que ir a estudiar. Cuando visitaba el pueblo, siempre pasaba por enfrente de la estación pero nunca entré. La terminaron rápido, pero a mi me pareció mucho tiempo.  Recuerdo que una noche de un fin de semana del año 65, Rafi Lamboy y yo fuimos a ver la bombilla roja intermitente de la antena y pensamos que era un sueño. 


            El tiempo pasó y a su paso se llevó muchas cosas, pero la estación WFBA, ahora WLRP, La Voz del Pepino, sigue en el mismo lugar, con la misma antena y con esa innata vocación de permanencia que, aún con la luz roja intermitente apagada, hace que todavía la busque en la distancia y recuerde a mi prima Edna y el regalo a la familia que me pintó un tatuaje en el alma.   

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