DESDE LA 111
ESAS BECAS ESTUDIANTILES
Cuando yo me criaba, hace más de medio siglo, ya existían las becas estudiantiles. Aunque no recuerdo muchas cosas de aquellos viejísimos tiempos, siempre hay cosas que uno lleva a cuestas en las alforjas de la memoria porque en alguna forma se han mantenido emburujadas con el resto de nuestro peregrinar. Aunque las llamaban becas estudiantiles, eran becas para estudiantes. Al igual que muchas cosas más, nunca tuve una, pero sé que existían. Para guisarse una, como decían los muchachos que los padres dejaban hablar libremente, los estudiantes tenían que ser muy aprovechados. Eso de aprovechados nunca me sonó muy bien ya que siempre lo relacioné con otras cosas, pero así llamaban a los estudiantes comelibros: aprovechados. (Ahora, con el asunto este de la globalización y los medios de comunicación imponiendo los valores estadounidenses en los lugares donde se le permite que los impongan y en los lugares donde no se le permite que los impongan, a los comelibros los llaman "nerds".)
Para aquella remota época, y para casi todas, en casa nos estábamos comiendo un cable, así que una ayudita económica no nos venía mal. Realmente no era que no nos viniera mal, era que según veía las cosas, la necesitábamos con premura. Yo, que era un estudiante horriblemente del montón de iguales de la escuela (y siempre mantuve tan honorable posición), me ilusioné con una beca. La culpa de mi repentino interés la tuvo la ya mencionada precaria situación hogareña y una amiguita de hermosas trenzas negras con perfecta crencha, que siempre vestía uniforme de falda azul oscuro bien planchadito en tabletas y blusa blanca, con todo y almidón hecho en casa. La formalita y linda niña que nunca sudaba y siempre estaba limpiecita, un buen día me habló de las ventajas de las becas, de la ropa de uniforme que compraba; me enseñó el maravilloso bulto negro brilloso con dos correitas que contenía sacapunta, lápices amarillos marca Mirado con tremendas gomas rojas de borrar, cajas de crayola de dos filas para galopar en el lomo de la alegría de los colores, libretas Superior azules y no faltaba más, un libro para colorear de esos gordos que tenían muchas figuras delineadas con ordinarios trazos negros que retaban a cualquier caja de crayolas y a cualquier embrión de pintor como yo. Me quedé patidifuso y eslembao. Me ilusioné. ¡Pues claro que me ilusioné!
Motivado por esa ilusión y aquella necesidad hogareña, comencé a hacer las fastidiosas tareas escolares regularmente. Mis padres se extrañaron al ver tanta dedicación pero no me dijeron nada, como para no espantarme, y yo, temiendo fallar en mi intento y quedar mal con ellos, no le expliqué el motivo del milagro. Cada vez que aflojaba, recordaba a mi amiguita y sus cosas y renovaba esfuerzos y empeño. En vez de jugar en las tardes y escuchar radio por las noches, que era lo que había en aquella época, me puse a hacer las tareas estudiantiles diarias con mucha formalidad y dedicación. Era tal mi empuje, que hasta con forrar las libretas me dio. De paso, y como premio al trabajo académico, mi padre me daba cinco chavos prietos semanales, que irremediablemente eran utilizados para entrar al gallinero del cine Mislán en la tanda de la tarde de la serie de los sábados. Yo nunca fui muy estudioso que digamos, pero al menos hacía un esfuerzo mayor del que hasta la fecha había hecho, a ver si me ganaba una de aquellas becas estudiantiles.
Para ese entonces y para todos los entonces de su vida, mi viejo se fajaba de campana a campana de lunes a sábado. No estoy hablando de las campanas eléctricas, desafinadas y feas que hay ahora en la torre de la iglesia. Hablo de aquellas campanas melancólicas de las que se guindaba Cancel el mecánico (aquél que iba a ser cura y no sé porqué no lo fue aun teniendo un perfecto hablar de sacerdote) para ejecutar armónicos sonidos que viajaban por el pueblo y que ya cansados de pavonearse por todos los rincones de la pequeña zona urbana, iban a recostarse en la falda de la sierra de Hoyamala. La imagen de aquél hombre que guindaba de la vida con la misma pasión y ritmo con que guindaba de los cables en la torre de la iglesia, quedó tan cincelada en mis recuerdos, que cada vez que veo una soga de pita, una campana o escucho su sonido, la figura de Cancel con todas sus aspiraciones a sacerdote y su hablar de santo, resucita en mi memoria.
En el lugar de pobreza en que vivíamos, había unos que eran más pobres que otros. Yo tenía unos vecinos que eran pobres de verdad. No era que se las echaran de pobres, era que eran pobres de los genuinos, pobres de a verdura. Ustedes saben que hay gente que para no dejar de echárselas hasta de pobres se las echan, pero estos no, estos eran de los de verdad. Parecía un avispero aquél montón de muchachos (con el permiso de las mujeristas, muchachos incluye muchachas) con enormes panzas que mi madre decía que estaban llenas de lombrices. No recuerdo que tuvieran padre. Al menos no vivía con ellos. Nunca lo ví. Estaban solos con la mamá y entre ellos se acompañaban. No estoy seguro, pero por los muchos cocos y montañas de cachipa que veía en el traspatio de su casa recostados sobre la pared de la letrina y aquél trajín de los muchachos pelándolos, casi casi me atrevo a asegurar que la señora madre de aquellos panzudos era la que hacía los sabrosos dulces de coco con mucha canela (que se le aguaba en la superficie brillosa haciendo chorritos color marrón) y que alguien exageradamente colorado a quien le decían Rey, los llevaba a la escuela sobre su cabeza en una bandeja de aluminio pregonándolos con mucha dificultad como ¡duuulces de coco, duuulces de coco, el que se come uno se come oootro! Aquellos muchachos eran más pobres que nosotros. Allí había gente más pobre que la familia de la Vega.
Un día mi papá llegó del trabajo más temprano (¡gracias a Dios!) que a la hora acostumbrada. Esa hora de llegada la recuerdo como si fuera ahora, ya que siempre que el viejo llegaba, la sombra de la punta del techo de zinc de dos aguas de nuestra casa, tocaba la parte inferior del balcón de la casa de enfrente. Las otras horas y sombras no las recuerdo. Tan sólo esa me alegra recordar. Encaramado en uno de los encuentros de las equis de madera del balcón de nuestra casa, esperaba a que la sombra caminara hasta la llegada de mi padre. En raras ocasiones se encaramó completa en el balcón de enfrente haciendo quedar mal mi rudimentario reloj. Ese día, el viejo no había comenzado bien con el ritual diario de desabotonarse la camisa para ventilarse y empezar a rascarse los pies con todo y medias, que era como yo sabía que había llegado de verdad, cuando se escuchó un tumulto en casa de los vecinos panzudos, pobres y sin papá. La mamá de los muchachos que pelaban cocos, estaba gritando como una loca rematada no sé que cosas mientras los muchachos, también como locos, chillaban otro montón de cosas de las cuales la única que recuerdo es ¡no le des, no le des! Los gritos de los barrigones eran de desesperación. Era la primera ocasión en que algo así se escuchaba salir de aquella casa. Algo malo pasaba. Por lo menos allí había una pelea de lo lindo. Tal fue la vocinglería, que el viejo se tiró abajo descalzo, pero con medias, a investigar. Mi madre me haló hacia ella como si fuera a protegerme de lo que aparentaba ser una paliza ajena y ambos esperamos las noticias que el valiente interventor‑apaciguador nos traería. Al poco rato llegó el pobre hombre con un aspecto de más pobre que nunca. Venía como a mí no me gustaba verlo aunque debí acostumbrarme por las muchas veces que así lo veía. Estaba triste. Le dijo a mi madre: "Si no se lo quito lo mata." El resto de la noticia decía que el muchacho más grandecito había perdido la beca porque había obtenido una E menos (algo así como una B de ahora) en inglés con misis González (una señora fea que no me dió clases, con una verruga en la cara, que de grande descubrí que no sabía inglés y desconocía el español) y la madre se enloqueció y le dio con todos los cocos sin pelar que estoy casi casi seguro que eran para preparar sus tembleques.
Después de darnos la mala noticia con toda su calma y conmoción, el viejo se sentó en el sofá de tela anaranjada veteada que había en aquel salón‑casa que era a la misma vez, sala, comedor, cuarto y cocina. Me acomodé a su lado y muy cansado comentó: "Mientras yo tenga salud y pueda trabajar, mis hijos no cogerán becas de nadie". Desde su desconocimiento ilustrado por el temple de la vergüenza, decía que esas ayudas eran como los siete y medio y los sacos de comida de la potoroca. "Hay otros que las necesitan más y si se la dan a uno de los míos que no la necesita tanto, se la quitan a otro que la necesita de verdad. Al fin y al cabo, el gobierno no tiene dinero para todo el mundo y la gente gorda y colorá lo que tiene que hacer es ponerse a trabajar para evitar estar pidiendo y recibiendo potoroca." ¡Adiós a los uniformes nuevos con todo y bulto negro brilloso lleno de cositas!
Mientras fui niño nunca entendí bien lo que mi padre decía. En especial no entendí bien lo de los siete y medio y la potoroca. Por eso siempre recordé sus palabras. Las repetí tanto buscándole explicación que me las aprendí de memoria. Aquella noche me arrinconé al lado de la máquina de coser de mi madre donde acostumbraba hacer mis asignaciones y pensé en mi amiguita de hermosas trenzas largas y negras, en la pela que algún día le podían dar, en mis vecinitos inflados con madre que no era gorda y colorá, en los tembleques de coco, en la clase de inglés, en las becas, en el gobierno, en la salud, el trabajo, y en aquella actitud de mi padre, que mucho después me explicaron que era orgullo. Finalmente cerré la libreta. Quería descansar de la aspiración de ser becado. Estaba seguro de que mi padre no estaba enfermo, que tenía trabajo y lo que es más importante, esa noche me había convencido que no le debía quitar la beca a nadie. Me senté al lado de mis viejos que escuchaban a José Luis Capella en el Clarín de WABA, me despedí de las becas estudiantiles y creo que me quedé dormido.
1 comentario:
Al leer el buen cuento, una de las cosas que me doy cuentta es de como proceden los valores e ideas particularmente en la cultura hispana. Algunas veces me pregunto si son nuestros valores de nuestra cultura los que nos mantiene en un estatus pobre. El aprovecharse, claro esta, no suena muy bien en la consciencia del que quiere hacer el bien siempre. La idea de que al uno recibir se le quita al prójimo también causa molestia dentro del ser honesto. Es algo curioso que los hispanos seamos tan nobles y queremos que las cosas sean al voluntad de Dios. Creo que es algo noble y bien esencial en nuestro propio ser nuestra ideas sanas. Mas siembargo habría que averiguar bien como estas ideas nos mantiene pobres y como es que podamos mantener estas mismas ideas sin adoptar aquello que no funciona bien en ellas. Por ejemplo, no es bueno quitarle a otra persona en peor situación que la de uno, pero fijandose uno bien esto no es lo que ocure en el caso de las becas. Es esta la idea cual me refiero que no fusiona bien. En todo caso estoy orgulloso en la manera que los hispanos siempre tratamos de "hacer el bien sin mirar a quien".
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