sábado, 18 de marzo de 2006


BAYANO 
Por: Pepín de la Vega 

Recientemente conseguí un buen guisito con un nuevo contratista del Pepino que antes era agricultor y honesto y ahora, no es ni agricultor ni honesto, pero es contratista. Estoy en Aguada pintando mugres edificios con colores descombinados (uso los que me dan) y me pagan bastante bien. Como pego a trabajar bien temprano en la mañana, regreso al Pepino en mitad de la tarde a quitarme un poco los colores del día mientras me recreo en los del atardecer, mucho más hermosos, fatigados como yo y siempre retando nuestra imaginación con sus múltiples dibujos animados en el espacio.
Como ustedes saben donde vivo, conocen que la ruta que tomo para llegar hasta mi panel es la nueva carretera 111 hasta tropezar con el desvío que comenzó Yeyo Kid el barbero y siguió Justo Román y Beltrán, el taxista de Perth Amboy y desatinadamente autoproclamado Obrero del Pueblo. Para aplacar a los críticos de barricada, aclaro que las menciones de sus profesiones son estrictamente para fines de identificación ya que normalmente y con el paso del tiempo, se parecen tanto unos a otros, que se nos confunden. Continúo. Antes de llegar a la Autoridad de Energía Eléctrica con todos sus guindalejos y negros cables ordinarios regados por el cielo en amenaza constante de electrocución instantánea, usted tiene que pasar por los nuevos recibidores del Pepino: Pepino Shopping Center, Taco Bell y Mac Donalds. ¿Sabe usted lo que me pasó un triste viernes 6 de marzo de 1998? Pues si no lo sabe, despreocúpese que usted no tiene porqué saberlo y realmente es una tontería más de este mal rato de vida. Ese día regresaba del trabajo lo más orondo en viaje hacia mi panel, cuando noté que el gorro de Taco Bell, esto es, la parte roja de arriba que estaba hecha a cuatro aguas, no tenía nivel. Estaba de medio sosquín, como sombrero de bandido de las series semanales del Mislán. Mis ojos se enredaron con aquella visión quedándose guindados del techo virado y se me fue la cabeza del lado derecho. Faltó poco para emborujar la guaguita que guiaba con la barrera de seguridad del Mac Donalds. Como no me quedo con nada de nadie, me detuve y para que no me contaran, retrocedí hasta llegar hasta en frente del edificio con sombrero desnivelado y que aparentaba haber recibido una reciente agresión. Señoras finas del Pepino y queridos amigos pequeños burgueses que bilingüemente maldicen y hablan sucio día tras días en sus hogares, pero que califican como tusas a los que accidentalmente lo hacen fuera de sus casas, perdonen la expresión ya que ustedes saben que no acostumbro a hablar mal, no porque ustedes se sientan sino porque no me gusta, ¡me encojoné! 
Perdóname Pilar Rodríguez con todas tus altrusas de ridículo chaleco azul, finas como tu, pero me encojoné. No hagamos una discusión ahora de lo que quiere decir me encojoné, pero me encojoné. He buscado una palabra elegante para explicar lo que sentí, pero las que existen no exponen tan claramente lo que les quiero decir. Sencillamente me encojoné. 
Como en las noticias de las seis, veamos en detalle el estado de ánimo antes expuesto. Yo tenía un amigo que se llamaba Bayano. Es posible que ustedes no lo recuerden porque no tenía dinero ni estaba en la política ni hablaba por la WLRP, pero Bayano trabajó con cuanto contratista existió en el Pepino. A mi me dijeron que comenzó con el Indio, luego con aquél viejo loco Alberty, con el pobretón de Tite Pagán, después con Barbosa, Efraín Acevedo, Chendo Peña, Pedro Luis el tramposo y síguelo que no acabamos. Bayano no era un experto en materiales ni sabía de lectura de planos ni compra de equipo. Bayano no sabía leer ni escribir pero sabía trabajar como un esclavo no importa en qué tarea le asignaran en la construcción. Trabajaba y se acabó. Lo mismo descargaba un camión, que sustituía una pala mecánica con un buen pico de punta y paleta, que cortaba, martillaba, cargaba, almacenaba, mezclaba y hacía lo que había que hacer para hacer bien lo que se estaba haciendo. Era una máquina de trabajo y era mi pana viejo. Además de eso y de ñapa, era un hombre serio, bueno y en el tiempo muerto de la construcción, vendía gandules sin desgranar. Aunque era mayor que yo, cuando me inicié en los menesteres de cambiar los colores que de nacimiento traen las cosas, compartí unos cuantos proyectos con él. Bayano era lo que por ahí conocemos como un obrero no diestro, un peón del pueblo como yo. 
Cuando ese hombre aparentaba estar cansado, estaba cansado. Estaba cansado porque trabajaba mucho y se ganaba honradamente hasta la última peseta que le pagaban. Cada vez que veo al maestro de deportes de la Patria que me pasa por el lado hacia la escuela, que como buen heredero de Míster Monchín, sin dar un tajo se ha estado robando durante treinta y seis años un jugoso salario del gobierno, pienso en Bayano y me da coraje. Algún día alguien tendrá que escribir sobre la corrupción que representa conseguir un trabajo, recibir una paga y no trabajar, pero eso es otro cuento al que los buscones le llaman cariñosamente “ser listo”. Todos los contratistas que le mencioné anteriormente y los que no mencioné porque no los conozco o se me olvidaron, se peleaban a Bayano siendo uno de los primeros obreros en ganar más de lo que los demás ganaban porque en igual tiempo hacía más que los demás. 
Ya viejo, cansado, y con parte de sus intestinos guindándole en protuberancia evidente, en el último lugar en que trabajó fue en la construcción del edificio del Taco Bell en el Pepino. Fue su trabajo de despedida y es posible que por tal motivo, en esa construcción, nuestro amigo hizo de todo. El contratista que lo ocupó, sabía de lo que Bayano era que capaz. Así que casi casi le soltó la edificación completa y el hombre, que no era un obrero diestro, cargó, almacenó, mezcló, martilló, haló, empujó, subió, bajó, soldó, serruchó, pintó, midió, decoró, hizo trabajo eléctrico, sanitario, de cerámica, de aluminio, madera, cristalería y muchas cosas más. Con tal empuje, pasó lo que tenía que pasar, la construcción se terminó, mi amigo se agotó y la protuberancia aumentó. Fue una agotada llena de satisfacción y dolor (dolor, sí, porque los guindalejos imprevistos duelen), ya que además de ganarse unos chavitos para pagar las deudas familiares, se llenó de orgullo con la belleza de la obra y quedó convencido de que el edificio del Taco Bell era el más hermoso que había visto. Según él era más bello que la casa grande de la plaza de la señora aquella que decía muchos disparates pero que la gente la encontraba genial y culta porque era rica y viuda de un hombre de letras, como si las neuronas se adquirieran en quincalla o por vínculo matrimonial. Para este Miguel Ángel nuestro, aquella era su basílica de San Pedro. Bayano decía que el edificio era tan y tan lindo que parecía de embuste. Según él, aquella edificación era la más bonita que había en el pueblo y la más hermosa en la que había trabajado. 
Tal era el apasionamiento que mi amigo tenía con aquél edificio, que en una mesita de la sala de su casa donde se colocaban los retratos de la familia, del Sagrado Corazón, de Muñoz y Kennedy, tenía una foto del Taco Bell que por casualidad quedaba en frente a uno de él dando la impresión de que siempre lo estaba mirando. Era común verlo en las tardes caminando frente al edificio como para asegurarse de que todavía estaba allí y recrearse en su belleza. Era su guardián silente en la distancia y cuando lo visitaba le daba la sensación de que le pertenecía. Su orgullo era tanto, que el pobre hombre, viejo ya para cambiar sus gustos culinarios, comenzó a comer lo que para él también eran maravillas de platos mejicanos hechos en la cocina de acero inoxidable que ayudó a ensamblar y que era parte de su obra. 
Fatigado de toda una vida de trabajo, de tantas órdenes recibidas y ejecutadas, Bayano se retiró a descansar un poco y a esperar pacientemente por la inevitable Pelegrina mientras el tiempo pasaba. Para ese entonces sus padeceres exteriores habían aumentado hasta el descontrol y su pasión por la obra había trotado hasta la obsesión. No había quién lo soportara echándoselas siempre de su última construcción y cuando jugábamos una mesita de dominó, había apuestas a ver cuánto se tardaba en sacar la conversación de lo que para él era el mejor y más atractivo edificio del pueblo. 
Nunca olvido aquél triste y trágico domingo en que las fichas se le cayeron de sus callosas y cansadas manos y se horrorizó cuando vió por la tele, cómo explosionaban un no tan viejo condominio en San Juan porque la titerería disparaba desde él a los buenazos de policías. Se le encrisparon los pelos tan solo con pensar que a su obra algún día le pudiera pasar lo mismo. Se indignó y sintió que mucho trabajo se venía al suelo, que muchos recursos se caían y perdían y que todo aquél espectáculo macabro no era otra cosa que una burla al esfuerzo, a la economía maltrecha de nuestro pueblo y al trabajo de los muchos obreros como él que se fajaron construyendo el multipiso. El emperador Carlos V, cuando vió la destrucción de la Mezquita en Córdoba, sumamente molesto dijo, "Facéis lo que hay en otras muchas partes y habéis desfecho lo que era único." Bayano, que no era emperador y era del Pepino, dijo algo parecido: "¿Cómo carajo es posible que después de que explotaron a tanta gente para lograr construirlo, ahora exploten el producto de la explotación?" Perdóname nuevamente Pilar, pero yo pienso igual que mi amigo: hay que ser bien pendejo para trabajar destruyendo tanto trabajo. 
Pues aquél inolvidable y triste seis de marzo mis pecadores y viejos ojos vieron lo que ya ustedes se imaginan: estaban destruyendo el Taco Bell. Aparentemente al perrito mejicano le dió tanto coraje de que no hubiera muchas ventas, que sin ton ni son ordenó la destrucción del edificio lindo de mi amigo. Pensé en Bayano y en lo orgulloso, contento y satisfecho que estaba con su trabajo. Tuve unos inmensos deseos de buscar al Chiguagua que quiere Taco Bell y retarlo a un duelo a muerte, pero me contuve. Por un minuto olvidé que Bayano, que parece que presentía lo que pasaría con su obra, burlándose del desastre, había muerto hacía varios meses. Me despedí del lugar y me fuí al viejo cementerio municipal. Le hablé a Bayano y a nombre de todos los que honran el trabajo trabajando, le pedí perdón.

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