viernes, 5 de junio de 2009

LA VIGENCIA DE NERÓN 
Por: Ramón Edwin Colón Pratts  

Para el 14 de febrero de 1955, las familias adineradas de la capital se estaban mudando a la Urbanización Villa Caparra de Guaynabo. Hasta allí llegaron con sus bártulos los esposos Isidoro Infante y su esposa Mercedes Sánchez, y en ese exclusivo lugar, establecieron su residencia. Entre sus objetos más preciados se encontraba un perro “fox terrier” llamado “Nerón”, presumo que en honor al emperador romano Nerón Claudio César Augusto Germánico, aquel tiránico angelito de principios de la era cristiana que entre otros, mató a su madre, a su hermano y que, mientras Roma ardía, él tocaba su lira. Bautizar al animalito con ese nombre era exponerlo a la chacota pública en menoscabo de la dignidad perruna, pero para aquél entonces no existía la severa ley de ahora que castiga al que le hace mal a los animalitos, ni existían las Cappallis exhibicionistas que aprovechaban el daño para desnudarse públicamente. 
En ese exclusivo vecindario también vivían Bob Leith y Richard Penn. El primero era dueño de un perro policía de gran tamaño, que presumo era negro ya que le llamaban “Blackie”. El segundo era dueño de una perra policía, también de gran tamaño de nombre “Pennie”, contracción o sinéresis de “Penn”, su dueño, que aparentemente quería que existiera un parecido entre ambos. 
Nerón fue un regalo que le hizo el juez Quiñones de Bayamón, a la familia Infante Sánchez. La señora Sánchez quedó prendada con el perrito a tal grado, que lo consideraba como un niño de la familia, lo cuidaba como a un hijo, le tenía un cuarto especial para él, le preparaba sus alimentos ya que el mal agradecido no era amante de la carne enlatada y ella le compraba y preparaba costillitas de res que escogía porque no quería que le dieran piltrafa. Al perrito le gustaba la carne de pecho o de lomo. Ella se la cocinaba y servía. El perrito, que no era un perro sato cualquiera, durmió siempre en su habitación sobre una alfombra, no de esas calurosas, sino de hilo. Doña Mercedes lo bañaba y cuando le dio bronquitis (al perro) lo llevó inmediatamente al doctor. Preocupada por la integridad de su perro y temerosa de que le pudieran causar daño, y como perro de rico, siempre lo paseaba en su vehículo dos veces en semana. 
Esa triste tarde de un amoroso 14 de febrero, y mientras Doña Mercedes se encontraba en su hogar, los malvados perros policías Blackie y Pennie irrumpieron en el patio de su residencia. En ese momento, Neronsito se encontraba felizmente moviendo su rabito mientras cavaba un hoyo con sus adorables patitas para ocultar una presa, aparentemente porque ya se había hartado, y por aquello de seguir las costumbres de los ricos, prefería enterrarla, a compartirla. Como decía, llegaron los bandidos caninos y mediando acecho y evidente intención de causar daño grave, lo atacaron simultáneamente mordiéndolo repetidamente, sacudiéndolo “como trapo tratando de partirlo en dos partes”. Definitivamente, un acto de brutalidad policiaca canina. Citando al Tribunal Supremo, pues todo lo que he narrado lo estoy copiando de Infante v. Leith, 85 D.P.R. 26, 1962, “Lo que quedó del infeliz Nerón fue conducido a la clínica veterinaria, del Dr. López Pacheco, donde se le operó con anestesia general, administrándosele oxígeno durante las tres horas que tomó la operación y después antibióticos por varios días.” El Supremo consideró el acto de los perros malos como “tropelía”, esto es, como un acto violento cometido por el que abusa del poder. El juez de paz de Guaynabo, Francisco Rosario Pérez, declaró en juicio ya que fue testigo de todos los abusos cometidos por los infames caninos. 
Para terminar esta tragedia, los Infante-Sánchez demandaron a Leith y a Penn. El tribunal de instancia los condenó a pagar los gastos para curar a su “pequeño perro” ascendentes a $98 más $140 de honorarios de abogado. Los demandantes solicitaron $1,500 por sufrimientos y angustias mentales y el tribunal de instancia no los concedió. Los sufridos y angustiados apelaron al Supremo y allí se le concedió la cantidad reclamada, esto es, $1,500. Es la única ocasión en nuestra jurisprudencia que el Tribunal Supremo concede por sufrimientos y angustias mentales, exactamente la misma cantidad que se reclamó en instancia. 
Antonio J. Amadeo Murga, en su obra El Valor de los Daños en la Responsabilidad Civil, actualizó los $1,500 que le concedieron en 1962 a los ricos de Villa Caparra por los sufrimientos relacionados con su “fox terrier”. Dice él que dicha cantidad equivaldría a $14,072 en el año 2000 y utilizando sus cómputos, luego de calcular el por ciento de inflación, estimo que en el año 2008 serían unos $16,218. 
En Rodríguez v. Autoridad, 110 D.P.R. 184 (1980), se dijo: “Incumbe a los tribunales mantener una justa perspectiva que resulte en valorar los daños de acuerdo al momento en que se vive, respondiendo así al único propósito que puede animarle, que es hacer justicia a todos por igual”.Los jueces conocen el caso de Nerón. Su sensibilidad y razonamiento al conceder daños por sufrimientos y angustias mentales a los pobres de este país, debe ser igual a la que demostraron los jueces del Supremo de aquel glorioso año de 1962. La valoración de los daños no es asunto de razas y clases. ¿O sí?

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