DESDE LA 111
QUIERO TACO BELL
Recientemente
conseguí un buen guisito con un nuevo contratista del Pepino que antes era
agricultor y honesto y ahora, no es ni agricultor ni honesto, pero sigue siendo contratista. Estoy en Aguada pintando mugres edificios con colores
descombinados (uso los que me dan) y me pagan bastante bien. Como pego a
trabajar bien temprano en la mañana, regreso al Pepino en mitad de la tarde a
quitarme un poco los colores del día mientras me recreo en los del atardecer,
mucho más hermosos, fatigados como yo y
siempre retando nuestra imaginación con sus múltiples dibujos animados en el
espacio.
Como ustedes saben donde vivo, conocen que la ruta que
tomo para llegar hasta mi panel es la nueva carretera 111 hasta tropezar con el
desvío que comenzó Yeyo Kid el barbero y siguió Justo Medina Esteves, el
taxista y bolitero de Perth Amboy y desatinadamente autoproclamado Obrero del Pueblo.
Para aplacar a los críticos de barricada, aclaro que las menciones de sus
profesiones son estrictamente para fines de identificación ya que normalmente y
con el paso del tiempo, se parecen tanto unos a otros, que se nos confunden.
Continúo. Antes de llegar a la Autoridad de Energía Eléctrica con todos sus
guindalejos y negros cables ordinarios regados por el cielo en amenaza
constante de electrocución instantánea, usted tiene que pasar por los nuevos
recibidores del Pepino: Pepino Shopping Center, Taco Bell y Mac Donalds. ¿Sabe
usted lo que me pasó un triste viernes 6 de marzo de 1998? Pues si no lo sabe,
despreocúpese que no tiene porqué saberlo y realmente es una tontería
más de este mal rato de vida. Ese día regresaba del trabajo lo más orondo en
viaje hacia mi panel, cuando noté que el gorro de Taco Bell, esto es, la parte
roja de arriba que estaba hecha a cuatro aguas, no tenía nivel. Estaba de medio
sosquín, como sombrero de bandido de las series semanales del Mislán. Mis ojos
se enredaron con aquella visión quedándose guindados del techo virado y se me
fue la cabeza del lado derecho. Faltó poco para emburujar la guaguita que
guiaba con la barrera de seguridad del Mac Donalds. Como no me quedo con nada
de nadie, me detuve y para que no me contaran, retrocedí hasta llegar hasta en
frente del edificio con sombrero desnivelado y que aparentaba haber recibido una
reciente agresión. Señoras finas del Pepino y queridos amigos pequeños
burgueses que bilingüemente maldicen y hablan sucio día tras días en sus
hogares, pero que califican como tusas a los que accidentalmente lo hacen fuera
de sus casas, perdonen la expresión ya que ustedes saben que no acostumbro a
hablar mal, no porque ustedes se sientan sino porque no me gusta: ¡me encojoné!
Discúlpame Pilar Rodríguez con todas tus altrusas de
ridículo chaleco azul, finas como tu, pero me encojoné. No hagamos una
discusión ahora de lo que quiere decir me encojoné, pero me encojoné. He
buscado una palabra elegante para explicar lo que sentí, pero las que existen
no exponen tan claramente lo que les quiero decir. Sencillamente me encojoné.
Como en las noticias de las seis, veamos en detalle el
estado de ánimo antes expuesto. Tenía un amigo que se llamaba Bayano. Es
posible que ustedes no lo recuerden porque no tenía dinero ni estaba en la
política ni hablaba por la WLRP, Radio Raíces, La Voz del Pepino, pero Bayano
trabajó con cuanto contratista existió en el Pepino. Me dijeron que comenzó con el Indio, luego
con aquél viejo loco Alberty, con el pobretón de Tite Pagán, después con
Barbosa el que se automató, Efraín Acevedo, Chendo Peña, Pedro Luis el tramposo
y síguelo que no acabamos. Bayano no era un experto en materiales ni sabía de
lectura de planos ni compra de equipo. Bayano no sabía leer ni escribir pero
sabía trabajar como un esclavo no importa en qué tarea le asignaran en la
construcción. Trabajaba y se acabó. Lo mismo descargaba un camión, que
sustituía una pala mecánica con un buen pico de punta y paleta, que cortaba,
martillaba, cargaba, almacenaba, mezclaba y hacía lo que había que hacer para
hacer bien lo que se estaba haciendo. Era una máquina de trabajo y era mi pana
viejo. Además de eso y de ñapa, era un hombre serio, bueno y en el tiempo
muerto de la construcción, vendía gandules sin desgranar. Aunque era mayor que
yo, cuando me inicié en los menesteres de cambiar los colores que de nacimiento
traen las cosas, compartí unos cuantos proyectos con él. Bayano era lo que por
ahí conocemos como un obrero no diestro, un peón del pueblo como yo.
Cuando ese hombre aparentaba estar cansado, estaba
cansado. Estaba cansado porque trabajaba mucho y se ganaba honradamente hasta
la última peseta que le pagaban. Cada vez que veo al maestro de deportes de la
Patria y que le dicen Pitito que me pasa por el lado hacia la escuela, que como
buen heredero de Míster Monchín, sin dar un tajo se ha estado robando durante
treinta y seis años un jugoso salario del gobierno, pienso en Bayano y me da
coraje. Algún día alguien tendrá que escribir sobre la corrupción que
representa conseguir un trabajo, recibir una paga y no trabajar, pero eso es
otro cuento al que los buscones le llaman cariñosamente “ser listo”. Todos los
contratistas que le mencioné anteriormente y los que no mencioné porque no los
conozco o se me olvidaron, se peleaban a Bayano siendo uno de los primeros
obreros en ganar más de lo que los demás ganaban porque en igual tiempo hacía
más que los demás.
Ya viejo, cansado y con parte de sus intestinos
guindándole por el pantalón en protuberancia evidente,
en el último lugar en que trabajó fue en la construcción del edificio
del Taco Bell en el Pepino. Fue su trabajo de despedida y es posible que por
tal motivo, en esa construcción, nuestro amigo hizo de todo. El contratista que
lo ocupó, sabía de lo que Bayano era que capaz. Así que casi casi le soltó la
edificación completa y el hombre, que no era un obrero diestro, cargó,
almacenó, mezcló, martilló, haló, empujó, subió, bajó, soldó, serruchó, pintó,
midió, decoró, hizo trabajo eléctrico, sanitario, de cerámica, de aluminio,
madera, cristalería y muchas cosas más. Con tal empuje, pasó lo que tenía que
pasar, la construcción se terminó, mi amigo se agotó y su protuberancia
aumentó. Fue una agotada llena de satisfacción y dolor, ya que además de
ganarse unos chavitos para pagar las deudas familiares, se llenó de orgullo
con la belleza de la obra y quedó convencido de que el edificio del Taco Bell
era el más hermoso que había visto. Dije que la agotada tenía satisfacción y
dolor, porque los guindalejos imprevistos, además de afear y humillar, duelen. Según él el edificio era
más bello que la casa grande de la plaza de la señora aquella que decía muchos
disparates pero que la gente la encontraba genial y culta porque era viuda de un hombre rico e inteligente, como si las neuronas se adquirieran en quincalla
o por vínculo matrimonial. Para este Miguel Ángel nuestro, aquella era su
basílica de San Pedro. Bayano decía que el edificio era tan y tan lindo que
parecía de embuste. Según él, aquella edificación era la más bonita que había
en el pueblo y la más hermosa en la que había trabajado.
Tal era el apasionamiento que mi amigo tenía con aquél
edificio, que en una mesita de la sala de su casa donde se colocaban los
retratos de la familia, del Sagrado Corazón, de Muñoz y Kennedy, tenía una
foto del Taco Bell que por casualidad quedaba en frente a uno de él dando la
impresión de que siempre lo estaba mirando. Era común verlo en las tardes
caminando frente al edificio como para asegurarse de que todavía estaba allí y
recrearse en su belleza. Era su guardián silente en la distancia y cuando lo
visitaba le daba la sensación de que le pertenecía. Su orgullo era tanto, que
el pobre hombre, viejo ya para cambiar sus gustos culinarios, comenzó a comer
lo que para él también eran maravillas de platos mejicanos hechos en la cocina
de acero inoxidable que ayudó a ensamblar y que era parte de su obra.
Fatigado de toda una vida de trabajo, de tantas órdenes
recibidas y ejecutadas, Bayano se retiró a descansar un poco y a esperar
pacientemente por la inevitable Pelegrina mientras el tiempo pasaba. Para ese
entonces sus padeceres exteriores habían aumentado hasta el descontrol y su
pasión por la obra había trotado hasta la obsesión. No había quién lo soportara
echándoselas siempre de su última construcción y cuando jugábamos una mesita de
dominó, había apuestas a ver cuánto se tardaba en sacar la conversación de lo
que para él era el mejor y más atractivo edificio del pueblo.
Nunca olvido aquél triste y trágico domingo en que las
fichas se le cayeron de sus cayosas y cansadas manos y se horrorizó cuando vió
por la televisión, cómo explosionaban un no tan viejo condominio en San Juan
porque desde él le disparaban a los buenazos de policías. Se le pararon los
pelos tan solo con pensar que a su obra algún día le pudiera pasar lo mismo. Se
indignó y sintió que mucho trabajo se venía al suelo, que muchos recursos se
caían y perdían y que todo aquél espectáculo macabro no era otra cosa que una
burla al esfuerzo, a la economía maltrecha de nuestro pueblo y al trabajo de
los muchos obreros como él que se fajaron construyendo el multipiso. El
emperador Carlos V, cuando vió la destrucción de la Mezquita en Córdoba,
sumamente molesto dijo, "Facéis lo que hay en otras muchas partes y habéis
desfecho lo que era único." Bayano, que no era emperador y era del Pepino,
dijo algo parecido: "¿Cómo carajo es posible que después de que explotaron
a tanta gente para lograr construirlo, ahora exploten el producto de la
explotación?" Perdóname nuevamente Pilar, pero yo pienso igual que mi
amigo: hay que ser bien pendejo para trabajar destruyendo tanto trabajo.
Pues aquél día 6 de marzo ví lo que ya ustedes se
imaginan: estaban destru-yendo el Taco Bell. Aparentemente al perrito mejicano
le dió tanto coraje de que no hubiera muchas ventas, que sin ton ni son ordenó
la destrucción del edificio lindo. Pensé en Bayano y en lo orgulloso, contento
y satisfecho que estaba con su trabajo. Tuve unos inmensos deseos de buscar al
Chiguagua que quiere Taco Bell y retarlo a un duelo a muerte, pero me contuve.
Por un minuto olvidé que Bayano, que parece que presentía lo que pasaría con su
obra, había muerto hacía varios meses. Me despedí del lugar y me fuí al viejo
cementerio municipal. Le hablé a Bayano y a nombre de todos los que honran el
trabajo trabajando, le pedí perdón.
1 comentario:
Pepin,
Asi mismito como te sentiste por Bayano me senti yo cuando vi que de un plumazo gubernamental trancaron las Navieras. Digo que me senti igual que tu porque Las Navieras eras el epicentro del orgullo de mi abuelo, en donde laboro desde que tenia 12 a~os.
Pedro nada, asi es la vida. Mientras unos rien los otros seguimos arrastrando el alma por el sendero de la amargura.
Saludos,
El viejo Rasputin
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