LA DIGNIDAD DEL SILENCIO
Por: Ramón Edwin Colón Pratts
La dignidad del silencio, enrevesada e ininteligible expresión, ha sido utilizada frecuentemente como talismán verbal del juez presidente del Tribunal Supremo de San Juan. Lo que es digno es el verbo, no el silencio, pero, por un funambulismo palabrero, se ha dicho lo contrario. Callar cuando se debe hablar es asunto de estrategia, no de dignidad. La palabra, aquella que fue el principio de todo, nunca debe suprimirse porque es como intentar obliterar lo que nos distingue de otras especies.
Por el asunto de la estrategia, que tiene más pinta de militar que de judicial, cuando al juez presidente se le preguntaba sobre algún asunto en el que había decidido o que se relacionaba con el tribunal, casi siempre salía una escueta “dignidad del silencio”, que como expresión ligera e inocua, pero con falso semblante de profunda o poética, era un resuelve para lograr el objetivo de contestar sin decir nada.
Alguien presentó una querella en el Departamento de Justicia contra el juez presidente. El quejoso alegó uso indebido de escoltas y vehículos oficiales. No bien la noticia trascendió, voló la dignidad del silencio y según la prensa, el juez presidente emitió un comunicado mientras la dignidad y el silencio se encampanaban. Dijo lo siguiente: (1) que conoce la querella; (2) que las alegaciones en su contra carecen de toda veracidad; (3) que las denuncias están relacionadas con su seguridad; (4) que la Regla 10 del reglamento del Supremo le brinda esa seguridad a los jueces y a sus familiares; (5) que ese reglamento establece que los alguaciles por sí mismos (sic) estarán a cargo de la seguridad de los jueces, de sus familiares inmediatos y de los empleados del tribunal; (6) que las quejas en su contra se daban “dentro del marco de unas reclamaciones laborales”; (7) que esas quejas las llevan a cabo varios empleados de la rama judicial; (8) que lamenta que los empleados “descarguen sus frustraciones” intentando “lacerar su imagen en el servicio público”; (9) que su "récord" público es claro; (10) que el país conoce sus "ejecutorias"; (11) que no se dejará amedrentar por reclamaciones que responden a intereses personales; (12) que lo hará de la misma forma en que rechazó el intento de paralizar las labores de esa importante rama de gobierno hace unas semanas por esfuerzo de ese mismo grupo de empleados y (13) rechazó tajantemente cualquier intento de que se lo presionara con ataques personales y a su familia. O sea, dijo un paquetón de cosas, entre las más significativas, esa de las frustraciones, que a decir verdad, es una belleza.
Dijo todas esas cosas. Para mí, que soy un furioso defensor de la libertad de expresión, actuó correctamente. Pero el asunto no es ese. El asunto es que mientras el juez presidente puede defenderse de lo que él considera presiones, ataques y frustraciones, los demás jueces del país, en cuanto a asuntos que los afectan directamente, tienen que permanecer como efigies de la indiferencia ante cualquier ataque injurioso, difamatorio, exacerbado y falso. Es por eso que, en un escrito anterior, decía que cualquier periodista fanático, de pluma fácil e indigente redacción, o cualquier magistrado federal y hasta los políticos (si el juez no fue nombrado por su administración) intentan hacer papillas a nuestros jueces como mal oficio de “bullying” de la palabra.
¿Quién le debe pedir al juez presidente que ante ataques a él y a su familia se abstenga de contestar, de defenderse? A nadie se le ocurriría. Evidentemente, a mí tampoco. Al único que se le ocurriría sería a él, si es que va a ser consecuente con sus pasadas expresiones y con las normas que utiliza para los otros, los que sí pueden ser vapuleados sin derecho a defenderse públicamente.
Que nadie venga con la bobalicona argumentación de que los jueces se pueden defender en las vistas que les celebre la Oficina de Asuntos Legales de la Administración de Tribunales o la oficina que sea. Esas defensas en oficinas público-privadas no defienden el honor público y lo dicho públicamente, se rebate públicamente porque lo dicho se queda dicho y se esparce dañinamente como almohada de plumas sacudida al viento.
A todos los jueces, ésos que nos garantizan que hablemos hasta por los codos, lo menos que se les debe garantizar es que hablen lo que ellos entiendan que deben hablar en defensa de su honor, de la verdad y de la dignidad. Como diría el personaje de Los Hermanos Karamazov, una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Si hablamos de los fundamentos de las determinaciones de los jueces en sus sentencias, órdenes, dictámenes o resoluciones, ésas surgen de los escritos que las contienen y no hay nada que añadir. Pero si hablamos de ataques a su reputación, que es lo que hemos acumulado poco a poco con la decencia de nuestras actuaciones, y que se convertirá en caudal hereditario moral para la posteridad, se le debe permitir al juez hablar hasta el cansancio, como lo ha hecho el juez presidente en su comunicado.
Que viva la palabra. El silencio, por más poético y embelequero que le parezca al juez presidente, no tiene dignidad, tan sólo, ausencia de sonido. Y que me perdone Marcel Marceau.
15 de diciembre de 2011
OTRAS VÍCTIMAS
Por: Ramón Edwin Colón Pratts
Once años atrás, un periodista fanático, de pluma fácil e indigente redacción, publicó un artículo de encargo contra un juez de Aguadilla. Esperé a que alguien le contestara al liviano redactor pero nadie dijo nada. Decidí responder a los motivados disparates y falsedades del corresponsal de encargo en un escrito que se llamó Hemos esperado bastante. Años después ocurrió algo similar cuando el fiscal federal Gil Bonar formó un bochinche fantasioso y mendaz en la Región Judicial de Ponce. El federal había fisgoneado a algunos jueces a través del teléfono (práctica prohibida por nuestra constitución) y el juez presidente del Tribunal Supremo de San Juan, aún siendo la información producto ilegal en nuestros procesos, salió corriendo a hacer una investigación porque Gil había bembeteado. Volví a esperar y nuevamente, nadie dijo nada. Publiqué El Fisgón. Ambos escritos forman parte de mis libros Estilete y Lezna.
Tengo la obligación profesional y moral de desalentar y evitar ataques injustificados o atentados ilícitos contra los jueces o contra el buen orden de la administración de la justicia. Como escritor, me asigno estas letras de oficio en holocausto del qué dirán porque los jueces, que se convierten en víctimas de algunos desentendidos, y que trabajan en las salas públicas de las defensas, les están vedadas las defensas públicas. Los cánones de ética se lo prohíben y si hay prohibición hay castigo: no lo pueden hacer so pena de ser castigados. Es por eso que algunos periodistas intentan vapulearlos. Darle al que no responde, como oficio de “bullying” periodístico, es un guame. Desde hace unos años, los jueces federales, con graciosas poses de doctos, le hacen el juego a los periodistas (en ese orden) e intentan convertir en palillos al que consideran árbol caído. Cada vez que un magistrado federal embelequero quiere regañar a nuestra judicatura, zumba un dislate en o fuera de un juicio que denota falta de juicio. De esos no hay que decir mucho porque todos conocen de la zanca que cojean.
Últimamente, esa múcura perforada que chorrea mediocridad y que le llaman poder ejecutivo, para levantar cortinas de humo en evitación de que lo sigan descubriendo en sus escamoteos, también se une a la comparsa de periodistas irresponsables y federales disparateros. Cuando el periodista desenfunda, los federales y el ejecutivo hablan, el juez presidente tiembla y los jueces vapuleados livianamente terminan referidos a la Oficina de Asuntos Legales de la Administración de los Tribunales. Nadie dice nada porque la defensa parece que es asunto vedado para los jueces y aquí, el que no tiene miedo es porque está temblando.
El 11 de noviembre, en Aguadilla, un despechado le dispara a su ex compañera y luego se suicida. La Procuradora de la Mujer, que no debe existir porque su mera mención denota discrimen (¿se imaginan una oficina del procurador del hombre?) entra en estado de chifladura y le echa la culpa del desgraciado incidente a los jueces Diómedes González Velázquez y Rafael Ramos Sáenz. La frivolidad de su argumentación es casi una imputación de que fueron ellos los que dispararon y se suicidaron. Muy escandalizada, perturbada y falsamente preocupada, por poco inculpa de la fatalidad a los dos jueces porque no le pusieron un grillete al suicida. Fue ese comentario el que encendió la mecha de la lengua periodística que activó una investigación innecesaria con efectos difamatorios.
Los jueces diligentemente hicieron lo que tenían hacer: expidieron orden de protección en contra del agresor, determinaron causa por haber violado la orden, fijaron una fianza y ordenaron que se pusiera un grillete. La encargada de colocar grilletes, es la Oficina de Servicios con Antelación a Juicio, que se supone lo instale simultáneamente con la prestación de fianza. No lo hicieron. En aquel momento, la ahora acusadora, que es la Procuradora, que tiene oficina en el Tribunal Municipal y recibe notificación de todas las determinaciones de órdenes de protección y de arrestos por ley 54, por lo que su obligación es evaluar el caso para proteger a la posible víctima del agresor, no hizo nada. Nada, pero ahora, para salvar su responsabilidad, le echa la culpa a los jueces que no pueden hablar.
En este caso, ¿qué resolvía un grillete? La situación es similar a Estremera v. Inmobiliarias Rac, Inc., 109 DPR 852. En ese caso, la familia del asesinado demandó al dueño del lugar del asesinato porque no colocó unas bombillas en una escalera. El Supremo, citando a Enneccerus dijo: “¿Acaso el sastre que retrasa la entrega de un abrigo de viaje que se le había encargado tendrá que responder realmente si le sobreviniera a su cliente un accidente ferroviario a virtud de haber aplazado el viaje por ese motivo?” En la herida y suicidio en Aguadilla, tragedia lamentable, un grillete electrónico, ¿hubiese evitado que un kamikaze le disparara a su víctima? No hay duda de que los jueces actuaron diligentemente y conforme a derecho. No busquemos chivos expiatorios que el problema es mucho más profundo que la lavada de manos que se quiere dar la procuradora con el aval de los que están en el perenne éter cósmico.
1 de diciembre de 2011