viernes, 28 de septiembre de 2007

LA CULPA ES HUÉRFANA 
Por: Ramón Edwin Colón Pratts 

Hace 25 años, en Pueblo v. Acevedo Escobar, el Tribunal Supremo, custodio de los derechos constitucionales, con disimulada y aviesa intención, derramó las primeras lloviznas que provocaron estos resbalones de hoy. Allí, unos agentes de drogas, recibieron una aparente información de un aparente confidente que decía que un aparente traficante traficaría en la madrugada de un día cualquiera una aparente droga ilegal. Ellos, que decían que aparentemente no tenían tiempo para obtener una orden de allanamiento y registro, aparentemente arrancaron en “fa” en varios vehículos, con aparentes armas largas para aparentemente velar al que aparentemente traficaría. Los eficientes aparentosos, tuvieron la aparente suerte de divisar el vehículo perverso en aquella borrascosa noche oscura. Lo siguieron, y por lo que el Tribunal Supremo creyó, amorosamente y delicadamente, lo detuvieron. Bajaron de sus vehículos ahumados sin rotular, y se acercaron al carro maldito. Dice el Tribunal que el conductor iba acompañado de una dama. Los agentes que ocupaban los dos carros que seguían al otro malo, con armas largas y todo, pidieron al conductor sus documentos. Le dijeron que abriera el baúl y según continúa diciendo el Tribunal, el conductor malvado accedió. Así lo dijo el Tribunal: accedió. Uno de los agentes, como el perfumista de Süskind, de fino y largo olfato, cuando el baúl se abrió, frotó su imaginación y pudo percibir que de aquella lámpara de latón brotaba un fuerte e intenso olor a marihuana. Arrestó al conductor y con trémulas manos inocentes procedió a abrir un hermético y pecaminoso bulto rojo que resultó contener en su interior... ¡marihuana! El Tribunal dice que “Supuestamente el imputado resistió el registro y hubo que usar fuerza. Se le hicieron las advertencias y él... manifestó que su acompañante era inocente de todo.” O séase, como dice Nelson, en aquella noche húmeda, el hombre no se resistió a detenerse, a que lo fisgonearan, a que lo apuñalaran con la luz indecente de una linterna tubular, a bajarse, a entregar los documentos, a abrir el baúl, a que le metieran los ojos y las manos entre sus cosas, pero con todo y dama que lo acompañaba, bravamente se resistió al registro y ¡ay bendito, dios de los dioses!, se tuvo que utilizar fuerza para resolver ese pequeño e insignificante detallito.El hombre malo al que detuvieron buenamente, le solicitó al Tribunal Superior que suprimiera la evidencia encontrada y ocupada ya que no había arcángel que creyera la historia de los buenazos agentes. El juez de instancia, que sabía más que todo eso y que también tenía buen olfato, suprimió la evidencia porque, evidentemente, la estiba de paquetes para justificar la intervención era un cuento mongo que no aguantaba la brisa del silbido de un insecto. Para ese entonces, ya el Supremo en 1961, en Pueblo v. Luciano Arroyo, había establecido la norma de que “los jueces no debemos, después de todo, ser tan inocentes como para creer declaraciones que nadie más creería”. 
Usted se imagina lo que pasó: lleno de lágrimas porque no le creyeron a sus muchachos, el fiscal acudió al Supremo y se quejó de la supresión de la prueba, pidiendo que el cáñamo índico mal habido, permaneciera en el proceso porque era la presa apresada que ellos revolcarían en festín evidenciario. Aquella suprema, noble e inteligente gente de buenos sentimientos, que nunca han conducido un vehículo en una oscura y lluviosa noche por una solitaria carretera rural en compañía de una dama, ni han visto muchas armas largas a esas horas tomentosas empuñadas por unos muchachitos con autorización para usarlas, creyeron el cuento de la suave y legal intervención de los agentes. Validaron la ocupación revocando al juez que vio declarar a los que declararon y decidió no creer lo que nadie más creería. El Supremo creyó lo que leyó aunque los jueces, después de todo, no deben ser tan inocentes como para creer lo que nadie más creería. 
Después, ocurrió lo que ocurrió. Por las instrucciones subliminales no tan sublimes en esa y otras decisiones del Supremo, los demás jueces (las excepciones no hacen la regla, pero las hay), sin importar lo que los agentes declararan, creían sus testimonios como verdades lapidarias. Conocían el caso del perfume y han visto al Presidente del Supremo ser citado, convocado y reunido por un colérico Superintendente de la Policía para escuchar que los jueces no lo ayudan a resolver el problema de la criminalidad, que no avanzan a condenar y fijan fianzas y penas pequeñas. También lo han visto reaccionar a la “super” queja. Entonces, echando a un lado la inteligencia, la profundidad y el conocimiento que brinda el nombramiento, comenzaron a creer los descarnados testimonios en los que todo ocurría igual. Iguales, igualitos, unos más iguales que otros, idénticos, cansones, fraudulentos, sin aderezo, sin imaginación, sin colorido, sin pique, escuetos, bobolones, adulterados, flojos, de engañifa e incoloros y obviamente, inverosímiles. 
Aclaro: los primeros fieles creyentes eran los fiscales. Luego de creer, permitían que se declarara lo que se declaraba y que se creyera lo que había permiso para creer. Hasta se inventaron un ¿usted va a ver “eso” licenciado? Si de descongestionar el tribunal se trataba, mientras los agentes se reían, algunos decían (o lo hacían sin decirlo): si lo vemos y le creo al agente, le impongo la pena máxima. ¡Qué tiernos! Todo ello con algún olvido olvidadizo de los más elementales (pequeños, diría yo) derechos del ciudadano. 
Entonces, pasó lo que pasó. Como les creían cualquier bobería, los agentes comenzaron a fabricar los casos en la comodidad del hogar, en la oficina, en el auto, en el cine, en un sórdido callejón o en el caserío o residencial pobre de su preferencia. Donde mejor le pareciera al agente. ¿Para qué trabajar haciendo las cosas bien si todo da igual? Como en este país se salva el listo, pues no trabajemos y convirtámonos en artífices del embeleco fácil. 
Ahí tenemos a los agentes, que pronto se convertirán en los niños cantores de Carbó: arrestados por haberse metido a industriales de la falsedad. La pobrecita culpa es huérfana. Los que hemos caminado un poco por los largos, angostos e incómodos pasillos de la justicia, sabemos que hicieron lo que hicieron porque en su casa nunca los regañaron ni disciplinaron cuando llegaron con un objeto ilegal. La soga, amigo, la soga parte por lo más débil. Como siempre, nadie, nadie, se atreve a decir nada y al que lo haga, le cae la macacoa encima.