miércoles, 20 de junio de 2007


APOCADOS  
Por: Ramón Edwin Colón Pratts 

Me llamó una compañera abogada y me pidió algún comentario (insistió en que lo hiciera por escrito, seguramente para hacerme fácil blanco de las críticas) sobre nuestra profesión, el ejercicio de la profesión o sobre cualquier otro aspecto de este incomprendido, sufrido y muchas veces mal querido ministerio. Me insinuó que fuera algo ligero, liviano, no muy profundo. Para no provocar bulla, estoy seguro de que el requerimiento de la liviandad no es una solapada imputación de falta de profundidad. Alguien me dijo en una ocasión que los abogados no teníamos profundidad, pero la sustituíamos magistralmente con los enredos que se nos ocurrían. A decir verdad, creo que la afirmación es cierta. No en todos los casos, pero en el 100%.De los abogados se habla muchísimo y casi siempre se dice la verdad, aunque le duela a los que no lo son. Basta recordar que Thomas Wilson, presidente estadounidense de principios del siglo pasado, decía que era abogado pero que estaba en vías de reformarse. Cuando me hicieron el requerimiento de este escrito, acepté inmediatamente porque venía de escuchar a un abogado en el Tribunal de Primera Instancia, Sala de Mayagüez, preguntarle a su cliente que atestaba a desparpajo, cuál de los dos era el que había muerto en el accidente automovilístico de Añasco, si era él o su hermano. Con suprema carcajada reprimida, como se reprimen todas las cosas en sala (chanclas, gomas de mascar, camisetas, teléfonos, faldas y blusas cortas, escotes, periódicos, comida, bebida, bostezos, risas, murmullos, comentarios, rascadas, recostadas, poses, gestos, mascotas y todo lo que caracterice a un ser normal) salí disparado a echarle la risa encima a los pocos que ahora visitan el patio para soñar que fuman.Yo, que he vivido tantos años con esta pesada carga abogadil de la que se dice que lo único cierto es los honorarios, y que he visto y escuchado tanta barbaridad, puedo afirmar que somos los profesionales más burlados y ridiculizados en esta santa sociedad que nos cobija. Un buen amigo, que por decir lo que dijo no deja de serlo, afirmaba que el anticonceptivo natural del abogado es su personalidad. Tal vez por eso es que una vez somos abogados y vivimos de qué se trata, casi todos corremos en búsqueda de otro nombre: juez, fiscal, legislador y hasta gobernador. Los he escuchado, a los cuatro, hablar de “los abogados” como si abogados no fueran. Un juez a quien respeto muchísimo por su objetividad, ya que no escucha ni a los abogados ni a los fiscales, se preguntaba en sala en lo que creo fue un ataque pasajero de esquizofrenia: ¿qué se creen los abogados? Un fiscal en una apasionada alocución al jurado, a quienes ustedes saben que no se les convence, sino que se les confunde, con gran elocuencia casi gritaba: “damas y caballeros del jurado, el abogado representa al acusado, pero yo dignamente represento al muerto”. Si mal no recuerdo, en ese caso se absolvió al acusado por locura… de los jurados. Un legislador abogado que se mudó de oficio por continuamente recibir casos de oficio, decía a la prensa que el problema que tenía su genial proyecto de ley era por culpa “de esos abogados que todo lo cuestionan”. Un exgobernador abogado afirmaba que los odiaba tanto que los nombraba jueces y fiscales para que todos juntos, en la licuadora de la vida, se acabaran entre sí.Aún con todo lo que se dice y hasta que cualquiera de los dos Supremos lo disponga, los que tenemos la pasión por abogar seguiremos andando en el tiempo, arrastrando nuestro ser por los pasillos y salas de justicia, con cansancio, vejez, enfermedades, limitaciones e impedimentos, pidiendo y acompañando a los demás, con o sin contraprestación, y tal vez, sólo tal vez, tengamos la dicha de llegar a la otra orilla con el alto y sublime honor de no ser objeto de un cuento que nos ridiculice y apoque.