jueves, 15 de noviembre de 2007

“¿POR QUÉ NO TE CALLAS?” 
Por: Ramón Edwin Colón Pratts  

Para mí, y debería ser para todo el mundo, el rey de España no es otra cosa que un común mortal con iguales apetencias y necesidades naturales a las de cualquiera otro. Es un poco más alto que el promedio, como el bobo de Lola, por lo que debe comer y digerir más. Se caracteriza por lo lento, ladrón (no hay obra pública o privada donde no guise, por aquello de la reverencia y el servilismo voluntario de sus vasallos) y por una falta escandalosa de capacidad para todo, excepto para atragantarse de vino caro y empacharse de manjares exóticos. Más en serio que en broma, sus súbditos afirman que aprendió a gatear y a hablar ya casi en la preadolescencia y que los hoyos de la cara se los hizo aprendiendo a comer con tenedor. Dice la voz popular de sus siervos, que a sus sacrificados viejos reyes se les hizo difícil enseñarle los modales básicos de la corte, por lo que el mapo siempre lo seguía. Su escaso pelo enrizado le resta un poco a su pureza lacia por lo que se puede pensar en un negro resbalón del pasado no muy remoto. 
Como hombre, es una vergüenza pública para los que nos hemos fajado honradamente con la vida en búsqueda del sustento, en la actuación decorosa y en la aportación comprometida con la consecución de una vida mejor para nuestra descendencia. El tipo nunca ha dado un tajo, vive de los demás, y por una aberrante tradición piramidal que ellos alegan que apunta al cielo, es adulado y ensalzado. Algunos ibéricos, pocos, con acentuado déficit neurológico, se babean por él y se extasían con su presencia. El monarca pertenece a esa raza de vividores en vía de extinción, que por su comodidad, vagancia y falta de vergüenza, por muchos siglos han proclamado estar ungidos por la gracia divina para perpetuarse en el poder consumiendo lo que los demás producen sin dar nada a cambio. Es un bochorno, o lo que es peor, un parásito social que aún subsiste por imperdonables olvidos guillotinares. 
Pues como Dios los cría y ellos se juntan, el presidente Rodríguez Zapatero, que por lo que va demostrando en el ejercicio de su oficio, heredó más de su madre, lo trajo a exhibirlo vulgarmente borracho a la Cumbre Iberoamericana. Acá, en Latinoamérica, tajada del mundo que fue ultrajada, vejada y destruida vilmente casi hasta las cenizas, por los que empuñaban un mosquete con una pequeña cruz en la mira para coger puntería, hay que tener cuidado cuando sus visitantes representan tantas cosas macabras. Un escritor nuestro, por aquello de salvar un poco la historia y expresar algo amoroso y bueno, decía que los muy malditos se lo llevaron todo y nos dejaron el idioma. Pero se llevaron el nuestro, que no éramos mudos, acompañado de todo lo demás y allá quedó parte de nuestra riqueza para satisfacer a los aberrantes embelecos majestuosos. Se acostumbraron tanto a matar, que cuando acabaron con los nuestros y salieron corriendo como gallinas asustadas, terminaron matándose entre sí en una loca guerra civil para continuar su práctica sanguinaria hasta el Valle de Los Caídos. ¡Que viva la civilización, Mussolini, Hitler y Franco! 
Pasó lo que a estas alturas de la historia pasa porque el tiempo pasa y no hay rey que lo aguante: Chávez, un presidente de esos que, casi silvestremente, la naturaleza, la conciencia y el dolor van pariendo en nuestra América, le hizo un pequeño comentario a Zapatero. Tan sólo mencionó, que el anterior presidente español, aquél al que le decían Aznar, no por relacionarlo con asnos sino porque así se llamaba, para posicionarse y coger pon con el poder, hizo corillo y colaboró y apoyó junto a los estadounidenses el golpe de estado en Venezuela. Y Zapatero, hombre fino que no le agrada que a sus panas del poder le digan verdades amargas, se calzó, que es igual a que se enzapató. En un trabalenguas exquisito, muy parecido a las cantinfladas de Aznar, dijo, con pose y gesto de manufacturero de frases penetrantes, que quería respeto para su ex presidente, porque su ex presidente fue elegido democráticamente. Ahí no lo pude evitar, y se me salió un profundo suspiro de admiración.La lógica de votación mayoritaria de Zapatero, con todos sus pespuntes, leznas y gubias, dice que a los mandatarios elegidos por votación hay que respetarlos. Ese razonamiento de pacotilla, de quincalla política, tipo Primitivo Aponte, quiere decir nada más y nada menos que a los electos democráticamente, que no es otra cosa que sacar a como dé lugar el más alto por ciento de votos, hay que respetarlos porque sí. No importa si lanzan bombas, matan a mansalva, se alían con asesinos internacionales, mercadean con la decencia, roban y representan la escoria de la humanidad, hay que respetarlos como habría que respetar a un Bush cualquiera. ¡Genial, sencillamente, genial! 
Por poco lo olvido: mientras Zapatero hablaba como europeo ofendido que quiere repartir el pan del conocimiento con una jeringonza de párvulo atrevido, de su lado surgió la ebria figura del vago y vividor reinoso, y bajando de la diestra del Padre y con la autoridad que le brindaba la imbecilidad, le dijo a Chávez: “¿Por qué no te callas?”Y Chávez, Chávez, no se calló.

viernes, 28 de septiembre de 2007

LA CULPA ES HUÉRFANA 
Por: Ramón Edwin Colón Pratts 

Hace 25 años, en Pueblo v. Acevedo Escobar, el Tribunal Supremo, custodio de los derechos constitucionales, con disimulada y aviesa intención, derramó las primeras lloviznas que provocaron estos resbalones de hoy. Allí, unos agentes de drogas, recibieron una aparente información de un aparente confidente que decía que un aparente traficante traficaría en la madrugada de un día cualquiera una aparente droga ilegal. Ellos, que decían que aparentemente no tenían tiempo para obtener una orden de allanamiento y registro, aparentemente arrancaron en “fa” en varios vehículos, con aparentes armas largas para aparentemente velar al que aparentemente traficaría. Los eficientes aparentosos, tuvieron la aparente suerte de divisar el vehículo perverso en aquella borrascosa noche oscura. Lo siguieron, y por lo que el Tribunal Supremo creyó, amorosamente y delicadamente, lo detuvieron. Bajaron de sus vehículos ahumados sin rotular, y se acercaron al carro maldito. Dice el Tribunal que el conductor iba acompañado de una dama. Los agentes que ocupaban los dos carros que seguían al otro malo, con armas largas y todo, pidieron al conductor sus documentos. Le dijeron que abriera el baúl y según continúa diciendo el Tribunal, el conductor malvado accedió. Así lo dijo el Tribunal: accedió. Uno de los agentes, como el perfumista de Süskind, de fino y largo olfato, cuando el baúl se abrió, frotó su imaginación y pudo percibir que de aquella lámpara de latón brotaba un fuerte e intenso olor a marihuana. Arrestó al conductor y con trémulas manos inocentes procedió a abrir un hermético y pecaminoso bulto rojo que resultó contener en su interior... ¡marihuana! El Tribunal dice que “Supuestamente el imputado resistió el registro y hubo que usar fuerza. Se le hicieron las advertencias y él... manifestó que su acompañante era inocente de todo.” O séase, como dice Nelson, en aquella noche húmeda, el hombre no se resistió a detenerse, a que lo fisgonearan, a que lo apuñalaran con la luz indecente de una linterna tubular, a bajarse, a entregar los documentos, a abrir el baúl, a que le metieran los ojos y las manos entre sus cosas, pero con todo y dama que lo acompañaba, bravamente se resistió al registro y ¡ay bendito, dios de los dioses!, se tuvo que utilizar fuerza para resolver ese pequeño e insignificante detallito.El hombre malo al que detuvieron buenamente, le solicitó al Tribunal Superior que suprimiera la evidencia encontrada y ocupada ya que no había arcángel que creyera la historia de los buenazos agentes. El juez de instancia, que sabía más que todo eso y que también tenía buen olfato, suprimió la evidencia porque, evidentemente, la estiba de paquetes para justificar la intervención era un cuento mongo que no aguantaba la brisa del silbido de un insecto. Para ese entonces, ya el Supremo en 1961, en Pueblo v. Luciano Arroyo, había establecido la norma de que “los jueces no debemos, después de todo, ser tan inocentes como para creer declaraciones que nadie más creería”. 
Usted se imagina lo que pasó: lleno de lágrimas porque no le creyeron a sus muchachos, el fiscal acudió al Supremo y se quejó de la supresión de la prueba, pidiendo que el cáñamo índico mal habido, permaneciera en el proceso porque era la presa apresada que ellos revolcarían en festín evidenciario. Aquella suprema, noble e inteligente gente de buenos sentimientos, que nunca han conducido un vehículo en una oscura y lluviosa noche por una solitaria carretera rural en compañía de una dama, ni han visto muchas armas largas a esas horas tomentosas empuñadas por unos muchachitos con autorización para usarlas, creyeron el cuento de la suave y legal intervención de los agentes. Validaron la ocupación revocando al juez que vio declarar a los que declararon y decidió no creer lo que nadie más creería. El Supremo creyó lo que leyó aunque los jueces, después de todo, no deben ser tan inocentes como para creer lo que nadie más creería. 
Después, ocurrió lo que ocurrió. Por las instrucciones subliminales no tan sublimes en esa y otras decisiones del Supremo, los demás jueces (las excepciones no hacen la regla, pero las hay), sin importar lo que los agentes declararan, creían sus testimonios como verdades lapidarias. Conocían el caso del perfume y han visto al Presidente del Supremo ser citado, convocado y reunido por un colérico Superintendente de la Policía para escuchar que los jueces no lo ayudan a resolver el problema de la criminalidad, que no avanzan a condenar y fijan fianzas y penas pequeñas. También lo han visto reaccionar a la “super” queja. Entonces, echando a un lado la inteligencia, la profundidad y el conocimiento que brinda el nombramiento, comenzaron a creer los descarnados testimonios en los que todo ocurría igual. Iguales, igualitos, unos más iguales que otros, idénticos, cansones, fraudulentos, sin aderezo, sin imaginación, sin colorido, sin pique, escuetos, bobolones, adulterados, flojos, de engañifa e incoloros y obviamente, inverosímiles. 
Aclaro: los primeros fieles creyentes eran los fiscales. Luego de creer, permitían que se declarara lo que se declaraba y que se creyera lo que había permiso para creer. Hasta se inventaron un ¿usted va a ver “eso” licenciado? Si de descongestionar el tribunal se trataba, mientras los agentes se reían, algunos decían (o lo hacían sin decirlo): si lo vemos y le creo al agente, le impongo la pena máxima. ¡Qué tiernos! Todo ello con algún olvido olvidadizo de los más elementales (pequeños, diría yo) derechos del ciudadano. 
Entonces, pasó lo que pasó. Como les creían cualquier bobería, los agentes comenzaron a fabricar los casos en la comodidad del hogar, en la oficina, en el auto, en el cine, en un sórdido callejón o en el caserío o residencial pobre de su preferencia. Donde mejor le pareciera al agente. ¿Para qué trabajar haciendo las cosas bien si todo da igual? Como en este país se salva el listo, pues no trabajemos y convirtámonos en artífices del embeleco fácil. 
Ahí tenemos a los agentes, que pronto se convertirán en los niños cantores de Carbó: arrestados por haberse metido a industriales de la falsedad. La pobrecita culpa es huérfana. Los que hemos caminado un poco por los largos, angostos e incómodos pasillos de la justicia, sabemos que hicieron lo que hicieron porque en su casa nunca los regañaron ni disciplinaron cuando llegaron con un objeto ilegal. La soga, amigo, la soga parte por lo más débil. Como siempre, nadie, nadie, se atreve a decir nada y al que lo haga, le cae la macacoa encima.

miércoles, 20 de junio de 2007


APOCADOS  
Por: Ramón Edwin Colón Pratts 

Me llamó una compañera abogada y me pidió algún comentario (insistió en que lo hiciera por escrito, seguramente para hacerme fácil blanco de las críticas) sobre nuestra profesión, el ejercicio de la profesión o sobre cualquier otro aspecto de este incomprendido, sufrido y muchas veces mal querido ministerio. Me insinuó que fuera algo ligero, liviano, no muy profundo. Para no provocar bulla, estoy seguro de que el requerimiento de la liviandad no es una solapada imputación de falta de profundidad. Alguien me dijo en una ocasión que los abogados no teníamos profundidad, pero la sustituíamos magistralmente con los enredos que se nos ocurrían. A decir verdad, creo que la afirmación es cierta. No en todos los casos, pero en el 100%.De los abogados se habla muchísimo y casi siempre se dice la verdad, aunque le duela a los que no lo son. Basta recordar que Thomas Wilson, presidente estadounidense de principios del siglo pasado, decía que era abogado pero que estaba en vías de reformarse. Cuando me hicieron el requerimiento de este escrito, acepté inmediatamente porque venía de escuchar a un abogado en el Tribunal de Primera Instancia, Sala de Mayagüez, preguntarle a su cliente que atestaba a desparpajo, cuál de los dos era el que había muerto en el accidente automovilístico de Añasco, si era él o su hermano. Con suprema carcajada reprimida, como se reprimen todas las cosas en sala (chanclas, gomas de mascar, camisetas, teléfonos, faldas y blusas cortas, escotes, periódicos, comida, bebida, bostezos, risas, murmullos, comentarios, rascadas, recostadas, poses, gestos, mascotas y todo lo que caracterice a un ser normal) salí disparado a echarle la risa encima a los pocos que ahora visitan el patio para soñar que fuman.Yo, que he vivido tantos años con esta pesada carga abogadil de la que se dice que lo único cierto es los honorarios, y que he visto y escuchado tanta barbaridad, puedo afirmar que somos los profesionales más burlados y ridiculizados en esta santa sociedad que nos cobija. Un buen amigo, que por decir lo que dijo no deja de serlo, afirmaba que el anticonceptivo natural del abogado es su personalidad. Tal vez por eso es que una vez somos abogados y vivimos de qué se trata, casi todos corremos en búsqueda de otro nombre: juez, fiscal, legislador y hasta gobernador. Los he escuchado, a los cuatro, hablar de “los abogados” como si abogados no fueran. Un juez a quien respeto muchísimo por su objetividad, ya que no escucha ni a los abogados ni a los fiscales, se preguntaba en sala en lo que creo fue un ataque pasajero de esquizofrenia: ¿qué se creen los abogados? Un fiscal en una apasionada alocución al jurado, a quienes ustedes saben que no se les convence, sino que se les confunde, con gran elocuencia casi gritaba: “damas y caballeros del jurado, el abogado representa al acusado, pero yo dignamente represento al muerto”. Si mal no recuerdo, en ese caso se absolvió al acusado por locura… de los jurados. Un legislador abogado que se mudó de oficio por continuamente recibir casos de oficio, decía a la prensa que el problema que tenía su genial proyecto de ley era por culpa “de esos abogados que todo lo cuestionan”. Un exgobernador abogado afirmaba que los odiaba tanto que los nombraba jueces y fiscales para que todos juntos, en la licuadora de la vida, se acabaran entre sí.Aún con todo lo que se dice y hasta que cualquiera de los dos Supremos lo disponga, los que tenemos la pasión por abogar seguiremos andando en el tiempo, arrastrando nuestro ser por los pasillos y salas de justicia, con cansancio, vejez, enfermedades, limitaciones e impedimentos, pidiendo y acompañando a los demás, con o sin contraprestación, y tal vez, sólo tal vez, tengamos la dicha de llegar a la otra orilla con el alto y sublime honor de no ser objeto de un cuento que nos ridiculice y apoque.